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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 36


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– ?Que busca usted a estas horas? -le pregunto el maestro Juremi alzando la voz.

– ?Chsss…! Se lo ruego -dijo Demetrios en un susurro-. No haga ruido y deje de amenazarme con esa espada.

El maestro Juremi se aparto para que Demetrios entrara en la habitacion.

– Vistanse -dijo en voz baja.

– Ya estamos vestidos.

– Entonces, siganme; no tienen nada que temer.

Los dos amigos intercambiaron una mirada, guardaron las armas y echaron a andar detras del joven. En lugar de salir de la casa, este abrio una puerta que ya habian visto anteriormente. Imaginaban que se comunicaba con un granero, pero lo cierto es que daba a un angosto corredor. Atravesaron dos puertas mas, y al llegar a los muros de piedra se dieron cuenta que habian entrado en el palacio. Demetrios, que iba delante, los guio por una estrecha escalera de caracol, abierta al exterior a traves de las troneras por donde se colaban unas rafagas de viento frio y despues salieron al camino de ronda que daba a las almenas de las murallas. El cielo estaba despejado, sin una nube siquiera, y de la ciudad solo llegaba el tenue resplandor de los puestos vigias y las hogueras de la tropa. La boveda celeste estaba tan tupida, tan cuajada de luceros que parecia un manto sedoso y brillante desde cualquier punto de aquel entramado de estrellas suspendidas en el firmamento. Desde que los viajeros vivian en el altiplano, la tierra les hacia olvidar que estaban lejos; solo se lo recordaba el cielo. Entre dos almenas divisaron la Cruz del Sur.

Demetrios los condujo a lo largo de un muro almenado y a continuacion penetraron bajo una de las minusculas cupulas que se elevaban en cada una de las esquinas del castillo. La cupula configuraba el techode una sala cuadrada y de dimensiones reducidas que estaba amueblada con una mesa de madera y cuatro taburetes. Un hombre ataviado con una sencilla tunica blanca, sujeta a la cintura con un cinturon bordado, ocupaba uno de los asientos. Tenia un codo en la mesa y el torso inclinado hacia un candelabro. Al verlos entrar se incorporo. Los dos amigos reconocieron enseguida a aquel dignatario que les recibia con tanta sencillez. Era el Emperador, con sus ojos y su nariz caracteristicos, la estatua viviente, el dios impasible ante el que se habian postrado aquella misma manana. Poncet vacilo un instante mientras se preguntaba como iban a ingeniarselas si se veian obligados a estirarse en el suelo cuan largos eran, dadas las pequenas dimensiones del gabinete. Evidentemente, Jean-Baptiste habria realizado las contorsiones mas audaces con tal de conservar el pellejo, pero no fue necesario. El soberano senalo a sus visitantes los taburetes que estaban a su alrededor e incluso acerco uno que estaba entre dos alfombras, con toda naturalidad.

Se limitaron a hacer un saludo breve y tomaron asiento junto al monarca. Asi, solo y sin el boato de la corte, el Rey de Reyes no emanaba mas majestad que cualquiera de sus subditos, que no es decir poco. Pero ademas del porte altivo y grave que poseian todos los abisinios, el soberano tenia una expresion triste, por no decir de amargura, que se reflejaba en las facciones de su rostro cuando se quedaba quieto. Al recibir a los dos extranjeros habia forzado una leve sonrisa antes de que la tristeza se apoderara nuevamente de sus rasgos. Fisicamente era un ser de baja estatura para su raza y muy delgado. Debia de tener unos cuarenta anos pero ya estaba ligeramente encorvado. Su mirada no irradiaba la vivacidad de los corazones salvajes que siempre estan alerta, incluso cuando duermen. Era tan solo un hombre cansado y debil de quien se habria apiadado mas de uno, de no haber sabido que un dia antes habia mandado infligir tormentos abominables.

– Me alegra verles -dijo con una voz dulce.

Demetrios tradujo estas palabras al italiano.

– Es un gran honor para nosotros, Majestad… -empezo a decir Jean-Baptiste.

El Rey interrumpio la traduccion de Demetrios.

– No se esfuerce -dijo-. Dejemonos de comedias ahora que estamos solos.

Poncet guardo silencio.

– Ha dado unas respuestas muy atinadas a los sacerdotes -prosiguio el Rey con su imperturbable expresion de indiferencia.

Ambos observaron que no cesaba de rascarse el brazo y el vientre.

– Si. Me han comunicado sus palabras, que sin duda son muy acertadas. Yo tampoco creo en sus milagros. Nadie ha sido testigo jamas de que curaran ni una minima fiebre. Todas sus ceremonias adivinatorias son sandeces. Probablemente sabra que me vaticinaron una derrota en el momento en que paso el cometa. Siempre ocurre igual; como desean mi ruina, convocan a los astros para darse animos. Pero digame, ?que religion es esa en la que cree, que no es la catolica ni la nuestra?

– Se conoce por el nombre de Reforma, Majestad -dijo Poncet.

– Los jesuitas nunca nos hablaron de ella cuando estuvieron aqui.

– Y con razon. Son nuestros peores enemigos.

– Le creo -dijo el Emperador.

Luego, volviendo su mirada cansada hacia el maestro Juremi, anadio tranquilamente:

– Sin embargo, habria jurado que este era uno de los suyos.

– ?Un jesuita! -exclamo Poncet.

El maestro Juremi estaba livido.

– Si, o algun sacerdote de otro tipo. Todos siguen los mismos metodos, si no me equivoco -dijo el Rey, mirando de nuevo a Jean-Baptiste-. Se que usted es medico; sin embargo, su acompanante se incorporo a su caravana y aun no se muy bien si como ladron o como sacerdote.

El maestro Juremi estaba a punto de levantarse cuando Poncet le sujeto el brazo con firmeza.

– Afortunadamente -continuo el Rey-, Hadji Ali me lo ha contado todo. Al parecer, este hombre es su socio y fueron los francos quienes se negaron a dejarle partir. Pero no se preocupen. Tengo confianza en ustedes, pues al parecer sort muy competentes en su oficio, y eso es lo unico que me importa. Tenemos poco tiempo, asi que les mostrare mi mal.

La llama de la vela proyectaba unas sombras sobre la cupula de piedra. El techo alto y redondeado daba a la sala el aspecto de una gruta, y un rectangulo azulino que parecia flotar en la oscuridad del alba se colaba por una estrecha abertura orientada a Poniente.

El Emperador se puso de pie, se desato el cinturon con naturalidad y se desvistio, al tiempo que Poncet se acercaba para examinarlo en silencio.

– Puede tocarme -aijo el Rey al darse cuenta de la turbacion del medico.

Poncet pidio al maestro Juremi que levantara la vela y empezo a palpar la region afectada. «Menos mal que puedo examinarlo -penso-. Esta lesion no tiene nada que ver con la de Hadji Ali.»

El Rey tenia una gran placa en el torax y en la parte superior del abdomen, que en algunos lugares supuraba y formaba grietas. El medico sometio al paciente a una minuciosa exploracion para cerciorarse de que el mal no se localizaba tambien en otras zonas. Cualquier persona que hubiera observado la escena desde lejos se habria extranado al ver a aquel poderoso Rey de Reyes, desnudo y encorvado que descubria humildemente su delgadez y las ulceras de su cuerpo ante la figura fornida del maestro Juremi, que sujetaba pacientemente el candil, y ante Jean-Baptiste, quien a su vez tocaba al enfermo con suavidad, absorto en su tarea, y mas decidido a cumplir con los deberes de la fraternidad hacia cualquier hombre que a acatar la obediencia de un soberano.

– ?Le duele? -pregunto Poncet.

– Bastante -dijo el Emperador-. Pero el dolor no es nada comparado con los picores.

El medico le indico que ya podia vestirse.

– Durante esas audiencias de varias horas -continuo el Rey-, mi unico deseo es arrancarme la piel con las unas, pero aun asi no debo moverme. Esos desalmados se enteraron de que estaba enfermo por una indiscrecion, como ocurre muchas veces. Sin embargo no voy a consentir que ademas me vean sufrir o ceder ante el dolor que pueda imponerme la enfermedad. Deben de creer que mi voluntad es inamovible, pues de lo contrario me destrozaran.

Volvieron a sentarse alrededor de la mesa.

– ?Se ha sometido a algun tratamiento? -pregunto Jean-Baptiste.

– Si, a algunos. Banos, emplastos de arcilla… y la anciana que asistio a mi madre en el parto me trajo unos polvos. La mujer alardea de tener conocimientos de medicina.

– ?Y con que resultados?

– Cada vez peor.

– ?Y… y el santo que no ha comido en veinte anos? -pregunto Poncet con vacilacion.

– ?Como, aun no lo sabe? Mande vigilar al monje de dia y noche, y a la manana siguiente de su llegada, poco antes del alba, lo encontraron andando a gatas por las cocinas, atiborrandose de aceitunas. En cuanto lo supe, ordene inmediatamente su partida para que pudiera continuar la digestion en su monasterio.Los cuatro se echaron a reir.

– Majestad -dijo Poncet-, vamos a prepararle un unguento para su enfermedad. ?Deben probarlo antes los esclavos?

– No. A los sacerdotes deles cualquier remedio, inofensivo claro, para que hagan sus experimentos; y a mi me mandan la medicina directamente con Demetrios, indicandole como debo tomarla.

– Durante el tiempo que dure nuestro tratamiento no debera recurrir a ningun otro.

– No se preocupe.

– Dentro de dos dias tendremos que volvernos a ver para observar los resultados del tratamiento.

– Estas entrevistas son peligrosas. Nadie debe saber que hemos hablado en privado, y tampoco deben de ser muy repetidas. Tratare de concertar una dentro de dos dias, pero no se impacienten. Y no digan a nadie una sola palabra de esto.

Casi habia amanecido por completo y sus siluetas parecian opacas y grises con aquella luz azulada que habia inundado la sala. Despues de despedirse, el Emperador se retiro por una puertecilla. Ellos salieron por el lado opuesto, volvieron a recorrer el camino de las murallas y pronto estuvieron de nuevo en su casa.

– ?Sabes que tiene? -pregunto el maestro Juremi cuando Demetrios los dejo solos.

– Me temo que si, y es un asunto muy serio.

Despues del periodo alegre de las confidencias primero y del de la sosegada intimidad despues, Alix y Francoise empezaron a notar los estragos de la monotonia y la rutina junto a las plantas de Jean-Baptiste. Sus conversaciones se desgastaban por la fuerza de la costumbre y estaban impregnadas de pesimismo. Las dos se encontraban siempre en aquel lugar que, si bien antes evocaba la presencia de quienes ellas esperaban, con el tiempo habia terminado por convertirse en el doloroso marco de una ausencia que ambas soportaban cada dia con mas pesar. En dos o tres ocasiones rineron por una naderia, y aunque enseguida hicieron las paces, se dieron cuenta de que si no encontraban un remedio, aquella situacion podia poner en peligro su amistad. Entonces Alix tuvo una idea.

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