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Gaspar, Melchor y Baltasar - Tournier Michel - Страница 14


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Melchor, principe de Palmirena

Soy rey, pero soy pobre. Tal vez la leyenda haga de mi el Mago que va a adorar al Salvador y le ofrece oro. Seria una sabrosa y amarga ironia, aunque en cierto modo conforme a la verdad. Los demas tienen un sequito, criados, monturas, tiendas, vajillas. Es lo justo. Un rey no viaja sin un cortejo digno de su persona. Yo estoy solo, con la unica excepcion de un anciano que no se aparta de mi. Mi antiguo preceptor me acompana despues de haberme salvado la vida, pero a su edad necesita de mi ayuda mas que yo de sus servicios. Hemos venido a pie desde la Palmirena, como vagabundos, sin mas equipaje que un hatillo que se balancea sobre nuestros hombros. Hemos atravesado rios y bosques, desiertos y estepas. Para entrar en Damasco llevabamos el gorro y la alforja de los buhoneros. Para hacer nuestra entrada en Jerusalen llevabamos el casquete y el baston de los peregrinos. Porque teniamos tanto temor de nuestros compatriotas que habian salido a perseguirnos como de los sedentarios de las regiones que cruzabamos, hostiles a los viajeros que no tenian una actividad bien reconocible.

Veniamos de Palmira, que en hebreo llaman Tadmor, la ciudad de las palmeras, la ciudad rosada, construida por Salomon despues de su conquista de Hama-Zoba. Es mi ciudad natal. Es mi ciudad. De ella solo me lleve un unico objeto, pero que era para mi el testimonio de mi rango y un recuerdo de familia: una moneda de oro con la efigie de mi padre, el rey Teodeno, cosida en el dobladillo de mi tunica. Porque soy el principe heredero de Palmirena, soberano legitimo desde la muerte del rey, que sucedio en circunstancias no poco oscuras.

Durante mucho tiempo el rey no tuvo hijos, y su hermano menor, Atmar, principe de Hama, junto al Orontes, que tenia una infinidad de mujeres y de hijos, se consideraba como su presunto heredero, Al menos eso fue lo que deduje de la violenta hostilidad que me manifesto siempre. Porque mi nacimiento habia sido un duro golpe para su ambicion. Lo cierto es que nunca se resigno a aquella jugarreta del destino. En el curso de una de sus expediciones por la orilla oriental del Eufrates, mi padre habia conocido y amado a una simple beduina. Al enterarse de que iba a ser madre, la noticia le lleno de sorpresa y de alegria. Inmediatamente repudio a la reina Euforbia, y puso en el trono a la recien llegada, que supo llevar con una innata dignidad ese brusco paso de la tienda de los nomadas al palacio de Palmira. Luego he sabido que mi tio emitio acerca de mi origen dudas tan injuriosas para mi padre como para mi madre. Asi se produjo una ruptura entre los dos hermanos. No obstante, Atmar no consiguio atraerse a la reina Euforbia, a la que invito a instalarse en Hama, donde decia que iba a poner a su disposicion un palacio. Sin duda esperaba encontrar en ella una aliada natural, y recoger de su boca confidencias que pudiese utilizar contra su hermano. La antigua soberana se retiro con una irreprochable dignidad, y cerro decididamente su puerta a los intrigantes. Porque el ir y venir de espias, conspiradores o simplemente oportunistas, no ceso nunca entre Hama y Palmira. Mi padre lo sabia. Despues de un accidente de caza bastante sospechoso que estuvo a punto de costarme la vida a los catorce anos, se limito a hacer que me vigilaran estrechamente. Se preocupaba mucho menos por su propia vida. Y evidentemente se equivocaba. Pero nunca sabremos si el vino de Riblah, una copa del cual, medio llena, cayo de su mano cuando se desplomo como herido en pleno corazon, tuvo que ver con su subita muerte. Cuando llegue al lugar, el liquido derramado ya no podia recogerse, y lo mas extrano era que la jarra de la que procedia estaba vacia. Pero los cortesanos que yo habia creido leales a la Corona, o bien apartados de los asuntos de gobierno e indiferentes a los honores, se quitaron la mascara y se manifestaron como ardientes partidarios del principe Atmar, es decir, opuestos a que yo accediera al trono.

Di las ordenes necesarias para las honras funebres de mi padre. El dolor y las disposiciones que habia tenido que tomar me tenian agotado. Al dia siguiente debian presentarme, con la pompa mas solemne, a los veinte miembros del Consejo de la Corona, para que me confirmaran de manera oficial en mi proximo acceso a la sucesion de mi padre. Estaba yo descansando cuando, con las primeras luces del alba, Baktiar, mi antiguo preceptor, que siempre habia sido para mi un segundo padre, se hizo llevar a mi presencia, y me advirtio que tenia que levantarme y huir sin tardanza. Lo que me conto desafiaba la mas negra de las imaginaciones. La reina, mi madre, estaba presa. Querian a toda costa que firmase unas confesiones mentirosas, segun las cuales yo era el fruto de otros amores que se suponia habia tenido con un nomada de su tribu. Los conjurados amenazaban con darme muerte si se negaba a confirmar tales infamias. Sin duda, el Consejo, del cual dos tercios de sus miembros estaban comprados, iba a destronarme para dar la Corona a mi tio. Solo huyendo podia salvar a la reina de aquel dilema que le imponian. Entonces los conjurados tendrian que dejarla en libertad, y yo estaria a salvo, aunque reducido a la mayor de las pobrezas, y careciendo hasta del derecho a usar mi nombre.

Huimos, pues, por los pasadizos subterraneos del palacio que lo comunican con la necropolis. Pude asi, debido a las circunstancias, saludar de pasada a mis antepasados, y recogerme ante la tumba preparada para mi padre, segun las ordenes que yo mismo habia dado unas horas atras. Para enganar a los que nos perseguian tomamos la direccion que en apariencia era la menos logica. En vez de huir hacia el este, en direccion a Asiria, donde hubieramos podido refugiarnos -pero no teniamos ninguna posibilidad de llegar al Eufrates antes de que nos alcanzaran-, nos dirigimos hacia poniente, en direccion a Hama, la ciudad de mi peor enemigo. Dos dias despues, tendido entre el argayo de una penas, vi pasar el cortejo de mi tio Atmar, que se dirigia a Palmira. Comprendi que se habia puesto en camino aun antes de conocer la decision del Consejo, hasta tal punto tenia la anticipada certeza de cual iba a ser. Tanta prisa me permitio medir la magnitud de la traicion de la que yo era victima.

Viviamos de la mendicidad, y esta terrible prueba en cierto modo me enriquecio, sobre todo haciendome conocer a mi propio pueblo bajo un aspecto diametralmente opuesto a aquel bajo el cual hasta entonces le habia entrevisto. En ocasiones yo habia presidido los repartos de viveres entre los indigentes de Palmira. Con la inconsciencia de mi edad, yo representaba a la ligera ese papel aparentemente halagador y facil de bienhechor generoso que se acerca, con las manos llenas, a la miseria de los mas necesitados. Y ahora, convertido en mendigo, era yo quien llamaba a las puertas y tendia mi gorro a los viandantes. ?Admirable y benigna inversion! Al comienzo no podia apartar de mi mente la idea de la atroz injusticia de la que era victima, ni pensar que el rico al que imploraba para comer, era mi subdito, y en principio yo tenia poder, tan solo haciendo chascar mis dedos, para enviarle a las minas o hacer que su cabeza rodara por el serrin. Y algo de esos sombrios pensamientos que se agitaban dentro de mi debian de manifestarse en mi rostro. Algunos, a quienes el desden volvia distraidos, me daban o me rechazaban sin mirarme. Otros, enojados al ver mi cara, me aparcaban en silencio, o me dirigian unas palabras de reproche: «Te veo muy orgulloso para ser un mendigo», o bien: «No doy nada a los perros que muerden». A veces incluso oia un consejo no poco cinico: «?Si eres tan fuerte, cogelo en vez de pedirlo!, o: «A tu edad y con esos ojos, deberias hacerte salteador de caminos, en vez de mendigar a la puerta de los templos». Comprendi que la realeza unida a la necesidad sin duda tiende mas a hacer un bandido que un pordiosero, pero el rey, el bandolero y el mendigo tienen algo en comun, se situan al margen del trato ordinario de los hombres, y no aceptan nada por medio del intercambio o el trabajo. Estas reflexiones, anadidas al recuerdo del reciente golpe de Estado del que habia sido victima, me permitian descubrir la precariedad de esas tres condiciones, y pensaba que tal vez un dia se instaure un orden social en el que ya no habra lugar ni para un rey, ni para un bandolero ni para un mendigo.

Jerusalen, y la visita que hicimos al rey Herodes el Grande iban a dar a mis reflexiones otras cuestiones en que pensar y otro curso.

Desde que murio mi padre, el tiempo parecia correr a una velocidad anormal, con saltos brutales, metamorfosis fulminantes, convulsiones. Una de esas convulsiones fue la que me produjo el descubrimiento de Jerusalen. Habiamos ascendido por las colinas de Samaria en compania de un judio de estricta observancia a quien solo el miedo a los animales feroces y a los bandidos habia podido mover a buscar la compania de unos extranjeros, unos impuros, unos barbaros como nosotros. Las oraciones que no dejaba de mascullar le proporcionaban un excelente pretexto para no decir nada a nadie.

Subitamente, al llegar a la cima de un desnudo otero, vimos que se quedaba inmovil, y, con los brazos en cruz para impedir que le adelantaramos, se sumio en un largo silencio. Por fin, dijo por tres veces en lo que parecia un extasis: «?La Santa! ?La Santa! ?La Santa!».

Era cierto. Jerusalen estaba alli, ante nuestros ojos, al pie del monte Scopus en el que estabamos. Yo veia por primera vez una ciudad mas grande y mas poderosa que mi Palmira natal. ?Pero que diferencia entre el palmeral rosado y verde del que yo venia y la metropolis del rey Herodes! Lo que abarcabamos era un desorden de terrazas, de cubos y de murallas embutido en un recinto con almenas hostiles como los dientes de una trampa. Y toda aquella ciudad, surcada por callejuelas y escaleras oscuras, estaba banada en una luz uniformemente gris, y de ella se elevaba, junto con escasas humaredas, un rumor triste mezclado con gritos de ninos y ladridos de perros, un rumor hubierase dicho que tambien gris. Aquel amasijo de casas y edificios estaba limitado al este por una mancha de color verde palido, ceniciento, el monte de los Olivos, y mas lejos por los confines aridos y funebres del valle de Josafat; al oeste por un tumulo pelado, el monte del Golgota; al fondo, por el caos de tumbas y de grutas de la Guehena, un abismo que se ahonda y se hunde hasta seiscientos pies por debajo de la ciudad.

Al acercarnos pudimos distinguir tres masas imponentes que aplastaban con sus muros y sus torres el hervidero de casas. Eran de una parte el palacio de Herodes, amenazadora fortaleza de piedras sin tallar, en el centro el palacio de los Asmoneos, mas antiguo y de un orgullo menos ostentoso, y sobre todo, hacia levante, aquel tercer templo judio, aun sin terminar, prodigioso edificio, ciclopeo, babilonico, de una majestad grandiosa, verdadera ciudad sagrada en el seno de la ciudad profana, cuyas columnatas, porticos, atrios y escaleras monumentales se elevaban progresivamente hasta el santuario, punto culminante del reino de Yahve.

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