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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 76


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Hasta los doce anos recibio los dulces cuidados de su abuela, que vivia en el campo y se ganaba el pan trenzando cestas de juncos. Todas las imagenes femeninas de la Iglesia irradiaban su luz a partir de aquella fuente comun. Si le hubieran propuesto adorar a una diosa en vez de a un dios, habria tenido la energia para convertirse en papa. «?Quien habria salido ganando con el trueque?», penso sonriendo para sus adentros.

De acuerdo con el curso de la ceremonia que discurria a su alrededor, Jean-Baptiste se sentaba, se levantaba o se arrodillaba. Las patas de las sillas crujian sobre las frias baldosas cada vez que se producia un cambio de posicion. En el momento de la comunion, el joven que servia al sacerdote hizo sonar la campanilla. El sonido agudo resono en el aire trio como un tanido funebre. Jean-Baptiste vio salir vaho de su boca mientras estaba de rodillas. Inclino la cabeza y de repente se quedo sorprendido ante una de esas evidencias que se presienten antes incluso de formularlas y que de repente nos llevan a convertirnos en otra persona.

«Estoy de rodillas -penso con los ojos desorbitados como quien contempla un gran descubrimiento-. Si, desde que emprendi la mision de Etiopia estoy de rodillas. O tal vez desde que vi a Alix por primera vez. De todas formas, volvemos a lo mismo. Yo era un hombre libre. Nunca habia permitido que me sometiera ninguna autoridad. La primera vez que vi al consul, fue el quien vino hasta mi; yo estaba encaramado en el arbol y tambien era yo quien le hacia el favor de escucharle. Y ahora estoy de rodillas…»

Entretanto, el sacerdote hizo una senal y los feligreses se levantaron. Jean-Baptise oyo a sus espaldas el ruido de los mosqueteros que volvieron a ponerse de pie. Asi que el hizo lo propio.

«Y ahora estoy de pie, pero es porque me lo han ordenado. Aunque este sentado o de pie, siempre me encuentro de rodillas, o sea sometido. Espero que el consul quiera concederme a su hija; espero que el Rey me de un titulo nobiliario; y espero que esos profesores me juzguen. Y como van a condenarme, como el Rey no hara nada bueno por mi, como el consul me negara a su hija, estoy de rodillas, y no ante la gente que me quiere sino ante la autoridad mas malintencionada. Lo peor es que no me creo nada. No creo que sea un honor ser nombrado noble por un rey que dispone de ese favor para someter a sus semejantes. No creo que esta religion valga ni mas ni menos que otra, y aunque reconozco que todo el mundo tiene derecho a creer en ella, si asi lo desea, niego a la Iglesia toda autoridad para forzar las conciencias, empezando por la mia. Y a pesar de todo, estoy de rodillas.»

El sacerdote habia dado su bendicion a los fieles, que se dispersaban a paso apresurado con las manos metidas en los pliegues de sus abrigos. Estos miraban al pasar a aquel joven alto y ausente, que los dos mosqueteros parecian estar esperando.

«Y todo esto tiene su raiz -continuo diciendose Jean-Baptiste- en que primero me puse de rodillas ante el consul. Esa es la razon de todo, esta clarisimo. Ese fue mi primer error, ese fue el momento concreto en que abjure de mi libertad. Me he comportado como si fuera legitimo que un padre poseyera la voluntad de su hija. He pretendido amar a alguien y. en el mismo momento he negado su existencia y me he mofado de su libertad. Nuevamente he puesto la vida de Alix y la mia en las manos de ese padre despreciable. ?Estoy de rodillas!»

– No -dijo timidamente uno de los mosqueteros.

Jean-Baptiste se dio cuenta de que habia pronunciado esta ultima frase en voz alta y enrojecio.

– Vamos, senores -dijo recobrandose-, siempre hay que inclinarse ante la voluntad de Dios.

Luego los condujo fuera, detras de el.

Este episodio, por muy anodino que pueda parecer, ejercio una profunda influencia sobre Jean-Baptiste, pues unas horas mas tarde ese germen iba a propiciar su conducta futura.

– La libertad no se pide, se toma -dijo esa noche a Sangray.

A partir del dia siguiente, se propuso llevar a la practica aquella aseveracion.

Un acontecimiento que se habia producido tres dias antes adquirio un valor inestimable a la luz de aquel nuevo dia. Jean-Baptiste proseguia sus consultas, que ni siquiera habia interrumpido la proximidad del proceso; sus paseos se limitaban a eso. Los guardias subian con el hasta el umbral de las habitaciones, donde atendia a los enfermos, pero no entraban. El senor Raoul era como una especie de secretario para el pues todos informaban al hospedero de los casos, y era el quien calibraba la urgencia y la gravedad de cada uno. Aquel dia, el tercero antes de la audiencia, el senor Raoul le dio una direccion a Jean-Baptiste, a la vez que le aconsejo ser extremadamente cauteloso. Valga decir que habia mostrado un semblante extrano para hablar de aquel asunto.

En el cuartucho sordido y oscuro donde el medico se habia presentado vivian cuatro personas: una mujer sin edad, vestida miserablemente, dos ninos huranos, agazapados en un rincon, y el enfermo. El hombre, que se llamaba Mortier, se empeno en asegurar al principio que le habia atropellado un carro. Pero a Jean-Baptiste no le resulto dificil hacerle confesar que una flecha habia causado la herida con dos orificios que le deformaba la pantorrilla. Entraba por la puerta de Meaux con grano cuando le sorprendieron los arqueros que hacian la ronda. Jean-Baptiste tranquilizo al contrabandista prometiendole que guardaria el mas completo silencio. Luego le aplico unas fuertes tinturas en la herida, hizo un aposito y le administro al paciente unas buenas dosis de ipecacuana. El hueso no estaba afectado, simplemente habia que vencer la calentura. Al dia siguiente el enfermo sudo mucho, y al segundo dia pudo comer de nuevo.

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El segundo enfrentamiento de Jean-Baptiste con el jurado se inicio con un estado de animo radicalmente opuesto al primero. Aunque los hombres de ciencia estimaban por unanimidad que el supuesto viajero habia respondido mal, percibian la fuerza de su argumentacion y la inconsistencia de las pruebas sobre las que podian basar una recusacion, toda vez que habian sacado provecho del parentesis de aquellos dias para sumirse en sus estudios y poner a punto un cuestionario mas atinado. Por el contrario, Jean-Baptiste llego a la audiencia muy sonriente debido a la alegria que le habia proporcionado su reciente resolucion. El pequeno paseo le animo; habia estado en compania de sus guardianes, dos buenos mozos oriundos de la Picardia, mas o menos primos entre si, a quienes su jefe les permitia hacer el servicio siempre juntos.

El interrogatorio se abrio con una pregunta del sacerdote, que no habia abierto la boca la sesion anterior. Era un hombre gordo muy miope que sujetaba la hoja contra la nariz para leer el texto que habia preparado antes de levantar sus grandes ojos nublados hacia la sala. Deseaba que se precisara la alimentacion de los abisinios. Dejando aparte la complicacion de la frase, su pregunta era bastante sencilla e incluso necia. Y Jean-Baptiste respondio con educada desenvoltura. Siguieron varias preguntas que apuntaban al detalle y que mostraban con que esmero los eruditos habian estudiado las escasas cronicas disponibles relativas a Abisinia. La sesion se tornaba aburrida, pero de pronto se animo con una pregunta sobre las leyes organicas del reino.

– La regla, como aqui -dijo Jean-Baptiste-, es la primogenitura. Los hermanos, primos y sobrinos del Rey, que podrian ser el instrumento de una rebelion, son neutralizados. Mientras que en otros lugares se prefiere hacerlos caer en los excesos, alli son encarcelados en lo alto de una montana.

– ?Y haria usted el favor de decirnos donde se hace caer a los hermanos del Rey en los excesos? -pregunto el presidente.

La alusion al pobre duque de Orleans era demasiado clara para hacer mas puntualizaciones. Jean-Baptistc sonrio.

– Pues… no se. Sera cosa de los aztecas, supongo.

Los miembros del jurado se miraron perplejos. Aquellas groseras provocaciones eran indignantes, y al mismo tiempo una ocasion sin igual. Si volvieran a repetirse, les permitirian apartarse del terreno inconsistente de la ciencia y de la filosofia para encontrarse con el del ultraje y por lo tanto, acto seguido, con la policia, simple y llanamente. Habia que insistir…

– Hablenos mas del Rey de los abisinios, se lo ruego -solicito uno de los profesores con una leve sonrisa.

– Ya les he dicho mucho. Realmente me falla la memoria.

– Intente recordar. ?Como vive? ?Que hay de notable en su corte?

– Me parece que ya les he descrito todo eso. El trono, el palacio… ?Ah, tal vez pueda contarles una anecdota que acabo de recordar! La cuestion es que, en el palacio, las ventanas del Rey dan a dos patios, y en uno de ellos estan los leones.

– Ya nos lo ha dicho.

– Si, pero lo que ustedes no saben todavia es que constantemente se oyen llegar lamentos del segundo patio. Es un murmullo que no cesa jamas, a veces se intensifica y se distinguen sollozos y gritos. Un dia pregunte si eran los condenados, los prisioneros de guerra, quienes gemian asi. Me respondieron que quienes se lamentaban de aquella forma eran unos servidores bien amados del Rey y bien retribuidos, cuyo trabajo consiste unicamente en producir lo que los abisinios consideran la musica mas necesaria para un soberano y que siempre debe resonar en sus oidos: el murmullo del pueblo doliente que pide su auxilio.

– ?Y que conclusion saca de todo esto? -pregunto el presidente.

– Saque las conclusiones usted mismo -dijo Jean-Baptiste-. No soy yo quien debe saber si algunos reyes juzgarian mas o menos oportuno permitir que llegara hasta ellos la queja de sus subditos.

– ?Eh! ?Eh! -dijo el presidente mientras miraba alegremente a sus colegas-. ?El escribano ha anotado todo? ?Perfecto!Nada regocija mas el corazon de los cortesanos que el espectaculo de un hombre que desafia por orgullo aquello a lo que los demas se someten. Asi tienen la oportunidad de ver como el poder se torna despiadado y pueden justificar su propia cobardia con la excusa de que es una batalla perdida de antemano.

– ?Ah -dijo Jean-Baptiste, participando del regocijo-, como la vida del Negus les interesa tanto, recuerdo otra anecdota. Figurense que un hombre de la nobleza duerme por la noche en el umbral de su puerta. Y es el quien por la manana despierta al Rey con unos golpes de latigo en el suelo. Se preguntaran por que con latigazos. Esa costumbre proviene de la epoca en que los negus iban con su campamento a cuestas por el monte y cambiaban de sitio practicamente cada dia. A veces sucedia que en la oscuridad de la noche, las fieras carnivoras, casi siempre hienas, se deslizaban entre las tiendas y en ocasiones hasta la entrada de la del soberano. Asi que los latigazos tenian por objeto alejar a las bestias feroces que pretendian acercarse a su persona. Cuando los reyes construyeron palacios y se acostumbraron a dormir alli, conservaron esta tradicion, como si aun siguieran en la selva, rodeados de una fauna peligrosa y salvaje. Francamente, senores, ?no creen ustedes que esto constituye un perfecto y bello ejemplo en el que inspirarnos para ponerlo en practica en otra parte?

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