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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 72


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– Gracias, Majestad.

– Por lo que se refiere a ese supuesto viajero -agrego el Rey-, he ordenado que se lleven a cabo ciertas diligencias, que deberiamos haber hecho al principio. Unos hombres de ciencia se ocuparan de averiguar si dice la verdad. Si tenemos la certeza de que no se trata de un impostor, escucharemos lo que al parecer tiene que decirnos.

– Es una medida razonable, sire, pero estoy completamente seguro de que demostrara la autenticidad de su viaje.

– Veremos -dijo el Rey.

– Asi pues, ?nuestros sacerdotes pueden partir sin demora hacia Abisinia?

– Manana mismo, si usted quiere -respondio el Rey, al tiempo que cogia una carpeta de cuero que habia sobre el escritorio. La senal basto para indicar al jesuita que podia retirarse.

El padre De La Chaise entro por la galeria. Las aranas de cristal de roca adquirian reflejos negros bajo un subito resurgimiento de la luz, pues al aproximarse la caida de la tarde el viento se llevo consigo las nubes.

«En el fondo -pensaba el hombre de negro caminando rapidamente-, Pontchartrain se ha creido muy habil saboteando esta audiencia. Ha puesto al Rey en nuestra contra, y ha alertado a todos frente a un incidente sin importancia. Pero a la postre el ha salido perdiendo, pues para ganarse el perdon por habernos decepcionado, Su Majestad nos concede todo cuanto le habiamos pedido.» Mientras se acercaba a la puerta de la sala de guardia, seguia pensando: «Ese Poncet nos habra hecho un buen servicio, aunque se haya portado como un imbecil. Y tendremos que defenderlo, pues es parte de nuestra reputacion. Pero al menos ya no dependemos de el.»

8

Las carrozas se detuvieron delante de San Eustaquio poco despues de la ultima campanada de las once. La calle estaba completamente oscura, salvo frente a Le Beau Noir, donde la tenue luz de los candiles se colaba a traves de los vidrios sucios.

Jean-Baptiste bajo, cerro la portezuela y, en vez de dirigirse hacia la taberna, rodeo el carruaje y llamo a la puerta del consejero.

– Pero, como… -susurro el padre Plantain al tiempo que entreabria la portezuela de la carroza-. ?Ya no se aloja usted en el albergue?

– Ya lo ve -dijo Jean-Baptiste-, que dio dos golpes mas con la aldaba.

Por fin se abrio la puerta y aparecio el consejero en persona con un candelabro en la mano. Horrorizado por esta vision, el padre Plantain se escondio en la oscuridad de la carroza y mando azotar a los caballos. Dos guardias envueltos en capas de pano y con un mosquete en la mano bajaron a su vez de la segunda carroza.

– Entre deprisa -musito Sangray, que no habia reparado en aquella escolta.

– No estoy solo -comunico Jean-Baptiste-, y senalo a los dos soldados que se acercaban.

– Ordenes del Rey -dijo uno de ellos al consejero-. No debemos perder de vista a este senor. ?Reside en su casa?

– Eso creo -dijo Sangray.

– En tal caso tendra que hacernos sitio.

El consejero dejo pasar a Jean-Baptiste, seguido de los guardias, antes de cerrar la puerta con el cerrojo. Los corredores estaban helados, pero Sangray no tuvo mucha consideracion con los militares y los invito a instalar su campamento alli para pasar la noche. Luego entro en el salon, donde le esperaba Jean-Baptiste, junto a la gran chimenea donde crepitaban dos grandes lenos.

– Habia calculado que estaria de regreso hacia las siete -dijo el consejero en voz baja-. A decir verdad, ya no tenia muchas esperanzas de volver a verle. Hace un momento pensaba que manana tendria que ir al Palais-Royal o a Saint-Cloud en busca de noticias suyas.

Jean-Baptiste se habia dejado caer en un sillon, con los pies y las manos tendidas hacia el fuego y la mirada perdida. Sangray nunca le habia visto con el semblante tan afligido. Con aquel aire ausente, y a ruegos de su amigo, el joven le refirio la audiencia del Rey hasta el incidente final y continuo explicandole lo que habia pasado mientras se hallaba en detencion preventiva. Los mosqueteros creyeron que era un envenenador, sobre todo porque de entrada se habia presentado como farmaceutico. Y de hecho falto poco para que lo golpearan con el fin de hacerlo confesar. «Manden examinar el presente que le he traido al Rey -les habia dicho Jean-Baptiste- y veran que no es nada de lo que se imaginan.»

Al decir aquellas palabras, el capitan de los guardias se percato de que al lanzar la caja al fuego habia destruido la prueba del delito, y rapidamente mando sacar los restos que se estaban acabando de quemar en la chimenea. La madera de la caja se habia consumido, pero consiguieron encontrar algunos trozos de oreja practicamente intactos bajo las cenizas. Llevaron un dogo para que la probara y el perro devoro con glotoneria aquella carne cocida. Incluso parecio que pedia mas, lo cual corroboro que se trataba de un manjar anodino para la salud pero muy gustoso al paladar, cuando esta bien condimentado, tal como habia asegurado Murad.

Por ultimo, los jesuitas volvieron acompanados de un secretario. Estos notificaron a los mosqueteros que podian liberar al sospechoso pero que debian vigilarle hasta que fuera juzgado por un jurado de hombres de ciencia. Hubo ademas muchas otras formalidades y tuvieron que esperar a que los centinelas designados estuvieran preparados. Finalmente, las dos carrozas hicieron la ruta desde Versalles en la noche negra y fria.

– Ah -dijo Sangray, riendo despues de oir el relato-. ?Solo ha sido eso!

Jean-Baptiste se encogio de hombros.

– Me parece que es suficiente.-Si, usted lo ha dicho, suficiente. Pero el perjuicio no ha sido tan grande. Cuenteme eso otra vez, usted de pie con una oreja de elefante enmohecida en la mano…

Se echo a reir. Primero fue una risa prudente, contenida por el deseo de no herir a su amigo. Pero despues de la inquietud de las ultimas horas todos sus musculos se relajaron. Perdio la compostura y empezo a reirse con unas carcajadas tan fuertes y sonoras que se le sacudia todo el cuerpo. Los guardias asomaron la cabeza por el quicio de la puerta y la alegria que le contagio al propio Jean-Baptiste paso a convertirse en franca hilaridad. Tardaron un buen ralo en calmarse, despues de reirse con las lagrimas saltandoles de los ojos.

– No obstante -dijo Jean-Baptiste con el semblante serio de nuevo-, lo he perdido todo.

– No lo creo -replico Sangray mientras se desabrochaba el chaleco para respirar-; es mas bien lo contrario. La oreja de elefante le ha salvado la vida. Yo ya le veia con la carta de encarcelamiento o destierro, y tal vez de camino de galeras.

– Pero -dijo Jean-Baptiste, a quien el consejero veia caer nuevamente en la melancolia- he fracasado en todo lo que me habia propuesto hacer.

– Querido amigo, manana sera otro dia. No estoy en condiciones de oir sus quejas, que por lo demas creo que son muy exageradas. Si me permite un consejo, despues de estos sobresaltos, esta noche no quiera ir mas alla de la franca y atolondrada risa que acaba de regocijarnos tanto. Vaya a acostarse y piense solamente que esta con vida, lo cual deberia ser para todos nosotros un motivo de extraneza y de satisfaccion al final de cada jornada, y mas aun cuando son las mas penosas.

Dichas estas palabras, abrazo a Jean-Baptiste como un padre, cogio un candelabro y condujo a su cortejo hasta las habitaciones, no sin antes dar las buenas noches a su huesped.

Los dias siguientes trajeron malas noticias, una detras de otra. Para empezar, el incidente de la audiencia se propalo por toda la corte, y los correveidiles de la ciudad se regodearon con el episodio. Como nadie sabia cual era exactamente la naturaleza del objeto apestoso que Poncet habia tenido la audacia de esgrimir ante el Rey, la anecdota no parecia ridicula sino escandalosa, y daba la sensacion de que realmente se habia querido cometer un atentado. Se divulgaron los rumores mas ruines sobre Jean-Baptiste, quien fue acusado desvergonzadamente de impostor. El asunto estaba alimentado furtivamente por los enemigos de los jesuitas, hasta el punto de que no se cuestionaba tanto al joven viajero como a quienes parecian sus aliados. Pero dado que aquellos eran intocables, era este quien estaba en boca de todos.

La fecha del juicio, que Jean-Baptiste esperaba que fuese proxima, se pospuso varias semanas, en razon de que era preciso reunir un jurado competente que hubiera estudiado los documentos del informe. Los primeros interrogatorios posiblemente no se celebrarian hasta despues de la Epifania.

Finalmente -y toda la gravedad de esta ultima noticia derivaba de la anterior-, los jesuitas hicieron saber a Jean-Baptiste que el Rey habia accedido a su peticion. Asi pues, una mision integrada por seis sacerdotes, entre ellos un medico, un astronomo y un arquitecto, emprenderian viaje la semana siguiente. Tres de estos misioneros procedian de las casas de la Provenza, otros dos de Palestina y el ultimo de Asturias. La Compania los pondria en ruta desde donde estaban y los enviaria directamente hacia Alejandria. Asi pues no pasarian por Paris, lo que era de lamentar a los ojos de los jesuitas, pues no podrian recibir los estimables consejos de Poncet. Pese a todo pensaban que el inconveniente no era demasiado grave, porque una vez llegados a El Cairo se encontrarian con Murad, y este podria llevarles hasta Abisinia.

Jean -Baptiste quiso protestar, decir que no podian disponer del armenio sin su previo consentimiento, pero pronto comprendio que no tenia forma de oponerse a ello.

Diciembre pasaba muy deprisa. Era el solsticio de invierno, esos dias tan cortos y tan oscuros que apenas separan las noches; las velas se quemaban sin cesar; los parisinos vivian encadenados a la chimenea. Jean-Baptiste estaba consternado por lo que le pasaba. Veia su situacion muy negra. Habia querido honrar la palabra que le habia dado al Negus y de pronto era el artifice de la mayor mision de jesuitas hacia Abisinia en medio siglo. Habia sembrado el amor y la esperanza en el corazon de Alix y no tenia ninguna posibilidad de salir de su condicion. Se sentiria decepcionada y la haria sufrir. Incluso se podia decir que ahora habia caido un poco mas bajo que antes, pues tenia la odiosa reputacion de ser un impostor y un pobre hechicero.

Sangray intento distraerlo contandole que el duque de Chartres, a quien habia visto en el Palais-Royal, se habia hecho cargo de su defensa con vehemencia. La conversacion habia versado sobre el supuesto atentado del que habria sido culpable por esgrimir ante el Rey un objeto desconocido que expandia vapores mefiticos. «Mi tio se habra asustado por nada, como siempre -habia dicho el duque riendo-. ?Que podia esperar de Abisinia? ?Acaso un cronometro suizo?» Despues de oir aquella ocurrencia, el consejero se habia llevado al principe aparte para hacerle saber que Poncet estaba en su casa y que este se habia mostrado muy interesado en tener un encuentro con el. Era demasiado pronto para decir para que podia servir en el futuro un aliado asi, pero en fin, era una luz de esperanza.

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