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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 59


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El consul senalo el retrato que coronaba su cabeza.

– El Rey de la corte mas refinada de la tierra. No. Hay que ser razonable, y el ministro ha sido muy claro: juzgue a la persona en cuestion y mire a ver si es posible. Bien, pues yo le digo que no es posible.

– Entonces se trata solo de la persona. ?No esta en contra del principio en si?

– No.

– En ese caso, Poncet y yo iremos a Versalles.

El consul reflexiono un instante, mientras miraba al padre Plantain. Estaba contrariado porque se veia venir que los jesuitas se inmiscuirian otra vez en el asunto y que podrian poner en peligro su propia iniciativa, ejerciendo su influencia sobre el Rey. La cuestion era no obstante un mal menor, en comparacion con la cizana que podrian sembrar en Constantinopla. Ademas el consul tenia la esperanza de poner en marcha su propia empresa antes de que el jesuita y Poncet volvieran de Francia.

– Es una excelente idea -dijo al fin el senor De Maillet-. Flehaut, mi canciller, los acompanara.

– ?Y usted ejercera su influencia sobre el pacha para que los tres abisinios puedan embarcarse?

– Le doy mi palabra.

– Vamos -dijo el jesuita-, hay que redactar esto ahora, si quiere que en Versalles se enteren de nuestra llegada. El correo que parte manana para Constantinopla entregara el despacho en Alejandria, y llegara a Marsella con la galera real del 30, y a Paris a comienzos del mes que viene.

– De acuerdo, pero queda claro que cambien debe escribir al padre Versau para decirle que no emprenda ninguna diligencia y que todo se ha solucionado aqui.

– Excelencia, le escribire ahora mismo.

Aquello se parecia a un tratado. Era la diplomacia, y el consul sintio en su fuero interno que estaba desempenando nuevamente su oficio, despues de aquellas de negociaciones que olian tanto a transaccion comercial. Y a pesar de la derrota, respiro.

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No es extrano que los hombres hayan visto en el cielo una supuesta guia de sus destinos pues en la actividad de los astros hay movimientos tan subitos y regulares que ese vaiven se asemeja al devenir de las acciones humanas. Una vez desenmascarado el consul, todo cambio completamente, como en ese momento de la noche en que Pegaso se abisma por un lado mientras por el otro se elevan Orion, las pleyades y su cortejo.

Jean-Baptiste se curo instantaneamente de la enfermedad que no tenia y se afano en preparar el viaje, cuya partida se habia fijado para cuatro dias mas tarde. En muy poco tiempo todo estuvo arreglado: Murad se quedaria en la Casa de los Venecianos, y el consulado seguiria costeando sus exiguos gastos hasta que los emisarios estuvieran de regreso. Luego, en su momento, le sugeririan que volviera a Etiopia, tal vez con una respuesta del Rey de Francia.

Hicieron el recuento de los presentes que se iban a llevar a Versalles. AI abandonar Gondar, los viajeros tenian la sensacion de estar muy bien equipados y ser ricos. Pero lamentablemente los gastos del viaje, la rapacidad de las aduanas turcas y la circunstancia de que algunos productos alimenticios estaban ya corrompidos mermaron considerablemente su fortuna. Ademas de las joyas que les habia regalado el Emperador, Poncet y su socio poseian una bolsa de oro cada uno. Jcan-Baptiste, que pensaba poner todo su empeno con tal de que el viaje a Francia fuera un exito, estaba dispuesto en caso de necesidad a incluir su propia bolsa entre los presentes destinados al Rey, si el resto no bastaba. El equipaje de Murad era muy parco. Ciertamente estaban los tres abisinios. A Poncet le entusiasmaba muy poco la idea de llevarselos, pues era demasiado consciente de que los musulmanes estarian al acecho. Pero el jesuita tenia mucha fe y habia que reconocer que los demas presentes eran muy pobres y no ofrecian una digna compensacion. Estos se reducian a dos kilos de algalia, pero como es muy maloliente les aconsejaron que la cambiaran por tabaco, de forma que salieron perdiendo en el trueque. Habia tambien un cinturon de seda bordado con hilo de oro. En Gondar, encima de las togas de muselina blanca, la prenda habria despertado admiracion. Pero en El Cairo, y mas aun en Versalles, cabia temer que para los gustos europeos aquello fuera poco mas que un guinapo. Por lo demas, todas las bestias, yeguas y elefantes habian muerto en ruta. Solo quedaba la caja con las orejas del paquidermo. Poncet quiso que Murad le asegurara que se habian embalado convenientemente, y este se lo garantizo con la mano en el corazon. A sabiendas del uso inicial que queria darle a aquellas orejas, el descuartizador practicamente las habia confitado. Asi que volverian a salir de la caja con la liviandad propia del ser vivo.

Tras una tempestuosa entrevista cara a cara con el pacha, donde tuvo que dar embarazosas explicaciones y volver a pedir las mas humillantes excusas, el consul comunico al padre Plantain que habia obtenido las autorizaciones necesarias para embarcar a los abisinios. Solo habia que proceder con cautela para que los muftis de Alejandria no se enteraran, una eventualidad que podia ser un riesgo puesto que aquellos fanaticos no dejaban marchar a los africanos a tierras cristianas.

Llego la hora de los adioses. El senor De Maillet, como un buen perdedor, invito a cenar a los tres viajeros en el consulado, es decir, a Poncet, al jesuita y al canciller. Jean-Baptiste parecia haberse repuesto por completo, y el consul procuro mostrarse considerado con el pues podia perjudicarle en las altas esferas. Se trataba de una cena de negocios, de modo que las mujeres no fueron invitadas. Aparecieron unicamente para tomar cafe, que se sirvio en el saloncito de musica que Jean-Baptiste habia descubierto en la cena de gala. Ni el senor De Maillet ni su esposa podian sospechar el placer y la turbacion que iban a regalar a los corazones de aquellos amantes, reunidos en un espacio tan reducido que se rozaron diez veces con una plausible naturalidad. Tras la insistencia de su padre, la senorita De Maillet se sento a la espineta para tocar varias piezas. Casi todos los presentes carecian de la disposicion de animo adecuada para deleitarse con el sonido de las cuerdas punteadas, pero los jovenes que pronto iban a separarse la tenian sobradamente. Igual que el acido vertido en una lamina de cobre la traspasa en ciertas zonas y deja otras intactas por el efecto de la cera que la cubre, las notas de la espineta no perturbaron en modo alguno la conversacion del jesuita y el senor De Maillet, la obsequiosa atencion del senor Mace ni la timida vanidad de Flehaut, pero atravesaron como punzadas los corazones morbidos de Alix, y Jean-Baptiste, a quienes un verdugo no habria podido someterles a un tormento mas invisible ni mas refinado.

Aunque consiguieron dominar sus emociones, salieron del trance con tal deseo mutuo que estuvieron a punto de cometer una grave imprudencia.

Apenas hubo llegado a la casa, Poncet vio llegar a Francoise sudando. Esta le dijo que Alix esperaria en el jardin poco despues de medianoche, como la primera vez. Aquella noche habia luna. El joven objeto que el peligro era mucho mayor, porque se podia ver en la oscuridad, pero Francoise le dijo que eso ya se sabia. Jean-Baptiste se pregunto si el coraje consistia en renunciar por los dos en nombre de la seguridad, o en escoger la audacia y el placer. En un amor tan contrariado como el suyo, un proposito razonable solo podia interpretarse como un indicio de indiferencia o de tibieza. Jean-Baptiste no pretendia dar esa impresion y respondio que acudiria a la cita.

A la hora convenida, escondido ya en el jardincillo, vio venir de lejos a las dos mujeres caminando a paso apresurado, y tal vez demasiado iluminadas por la luz de luna. En el momento en que llegaban a la verja, Jean-Baptiste distinguio de pronto otra sombra que parecia saltar de un tronco de platano a otro. Alix llego junto a su amante y se abrazaron. El la apreto contra su pecho, pero le pidio que guardara silencio. No quitaba los ojos del lugar de la oscuridad donde habia visto desvanecerse la forma movil. Esta volvio a aparecer y dio otro salto entre dos arboles en direccion al jardin.

– Os han seguido -susurro Jean-Baptiste a Alix.

Sus palabras la dejaron helada. Francoise que esperaba en la verja, tambien habia visto la sombra. Se habia acercado a la pareja y alcanzo a oir a Jean-Baptiste.

Tal vez fuera un presentimiento, al menos no podia explicarselo de otra manera, pero lo cierto es que Jean-Baptiste habia salido con un punal al costado. Agarro el arma y trazo un plan que comunico a las dos mujeres.

– Voy a sorprender a ese hombre, quiero saber quien es -dijo-. Vosotras huid hacia el consulado, pero procurad ocultaros y no corrais. ?Tienes la llave de la puerta trasera?-Si -contesto Francoise.

– En ese caso, dad un rodeo por alli, y en cuanto llegueis, fingid que estais profundamente dormidas. Puede que…

– ?Vayase! -dijo Francoise-. No se preocupe de lo que pueda ocurrir.

Jean-Baptiste beso a Alix apresuradamente, pero con sumo cuidado para retener por mucho tiempo en su memoria aquel sabor, aquella dulzura y aquella mirada, pues a partir del dia siguiente serian el viatico para muchos meses. Luego se alejo apenado y se escabullo entre las sombras mas oscuras del jardin, rodeo la verja y salio por una poterna de madera. Con mucha cautela se deslizo hasta la linde de la calle principal y se escondio tambien detras del tronco de un platano, mientras veia alejarse a toda prisa el contorno plateado de las dos mujeres por el callejon que rodeaba el consulado. Una sombra atraveso la calle antes de desaparecer de nuevo detras de un tronco de arbol. Poncet tuvo tiempo de distinguir a un hombre de talla mediana, vestido como los francos, que al parecer no iba armado. Sabia que para sorprender a aquel indeseable tendria que ponerse al descubierto, aunque solo fuera de espaldas, y que probablemente el hombre iba en pos de las dos mujeres que huian. Poncet remonto rapidamente dos claros entre los arboles hasta esconderse detras del que estaba mas cerca del tronco donde se habia ocultado el hombre antes de cruzar. En aquel momento Poncet debia de estar situado exactamente en el angulo opuesto a la mirada del hombre a quien iba a sorprender.

Espero un instante antes de atravesar la calle de un salto, agarro por la cintura la silueta que habia visto deslizarse en la oscuridad, delante de el, y le puso el punal en la garganta. A decir verdad, apenas hubo lucha. En aquel forcejeo cuerpo a cuerpo en el que nadie veia a nadie, los dos contrincantes cayeron a tierra y rodaron uno encima del otro. Jean-Baptiste inmovilizo con relativa facilidad a su adversario pues este no tenia ni fuerza ni tecnica alguna para el combate y se dejo arrastrar hasta la luz con la punta del punal aun en el cuello.

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