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La Casa De Citas - Robbe-grillet Alain - Страница 4


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Lo malo es que se presenta de nuevo, con toda su fuerza, la objecion del perro demasiado vistoso. Y, de todos modos, falla el final del episodio, puesto que no se trataba de recoger un sobre sino a una muchacha muy joven, que, a juzgar por su cara, debe de ser mas bien japonesa que china. Los tres estan ahora en la acera de losas brillantes, cerca de la entrada cada vez mas oscura: la criada de traje cenido con abertura lateral, la japonesita con larga falda negra plisada y blusa blanca de colegiala, como se ven a miles por las calles de Tokyo o de Osaka, y el perrazo que se acerca a la recien llegada para olfateada insistentemente levantando el hocico. En todo caso, este fragmento de escena no admite duda: la boca del perro que olfatea a la adolescente presa de miedo, arrinconada en la pared, contra la cual ha de sufrir los roces del hocico inquietante desde los muslos hasta el vientre, y la criada que mira a la chica con ojos frios, dejando la trenza de cuero lo bastante floja para permitir al animal movimientos libres de la cabeza y el cuello, etc.

Creo haber dicho que Lady Ava ofrecia representaciones a sus invitados en el escenario del teatrito particular de la Villa Azul. Sin duda se trata aqui de ese escenario. Los espectadores estan a oscuras. Solo brillan las luces de las candilejas cuando el pesado telon se abre por el centro para descubrir con lentitud un nuevo decorado: la alta pared y la escalera, estrecha y empinada, que desemboca en ella, bajando directamente de no se sabe donde, ya que la mirada se pierde en la sombra al cabo de unos diez peldanos. La pared, de gruesos sillares rugosos, da una impresion de sotano, o incluso de mazmorra subterranea, debido a las dimensiones exiguas que sugieren las paredes laterales, a derecha e izquierda. El suelo, toscamente enlosado, brilla a trechos por el desgaste o la humedad. La unica abertura es la de la escalera, estrecha y abovedada, que corta la pared aproximadamente a un tercio de su longitud, a partir del angulo de la derecha. Aqui y alla, irregularmente repartidas por los tres lados visibles de la mazmorra, varias argollas estan fijadas a las piedras, a distintos niveles. De algunas de ellas cuelgan gruesas cadenas oxidadas, una de las cuales, mas larga, baja hasta el suelo, donde forma una especie de S bastante alargada. Una de las argollas, situada justo a la derecha de la escalera, ha servido para atar el extremo libre de la correa del perro, que se ha echado delante del ultimo peldano, con la cabeza erguida, como si guardara la entrada de aquel lugar. Los focos concentran insensiblemente sus luces en el animal. Cuando no se le ve mas que a el, y el resto del escenario ha quedado sumido en la oscuridad, se enciende una luz, bastante viva pero lejana, en lo alto de la escalera, y se descubre entonces que esta termina en una reja de hierro, cuyo dibujo sin adornos se recorta ahora sobre el fondo claro en lineas negras verticales.

El perro se ha puesto inmediatamente en pie grunendo. Aparecen en este momento dos mujeres jovenes detras de la reja, que una de ellas -la mas alta- abre para poder pasar ambas y empuja a su companera hacia adelante; la puerta se cierra luego con ruidos metalicos de goznes chirriantes, portazo y candado. Pronto no se distingue a nadie, las dos muchachas han sido absorbidas por la oscuridad, una tras otra, a partir de las piernas, en cuanto han empezado a bajar la escalera: no vuelven a aparecer hasta el final de esta, con la claridad de los focos: son, naturalmente, la criada eurasiatica y la adolescente japonesa. La primera desata sin esperar el extremo de la trenza de cuero -que no soltara de la mano durante todo el cuadro-, mientras la recien llegada, asustada por los grunidos amenazadores del animal, se refugia en la pared del fondo, en la parte situada a la izquierda de la escalera, pegandose de espaldas a la piedra. El perro, que ha sido especialmente adiestrado para ello, debe desnudar por completo a la prisionera que le senala la criada con el brazo libre, extendido hacia la falda plisada; hasta el ultimo triangulo de seda, rasga con sus colmillos las distintas prendas y las arranca a jirones, poco a poco, sin herir la carne. Los accidentes, cuando los hay, siempre son superficiales y de poca gravedad; no disminuyen el interes del numero, sino todo lo contrario.

La chica que hace el papel de victima mantiene los brazos apartados a ambos lados del cuerpo, pegandose a la pared como si quisiera incorporarse a ella para huir del animal; evidentemente, una puesta en escena realista exigiria mas bien que recurriera a las manos para protegerse. Del mismo modo, cuando se vuelve de cara a la pared, con el mismo pretexto del terror instintivo que supuestamente experimenta (y que tal vez experimente de veras esta noche, puesto que se trata de una principiante), levantando entonces mas los brazos, con los codos doblados y las manos apoyadas en los cabellos, este modo de defensa solo se explica por un interes de orden estetico, destinado a introducir cierta variedad en la vision de la sala. Los focos, cuyos haces siguen apuntando a la cabeza del perro, iluminan sobre todo la zona -cadera, hombro o pecho- de la que esta ocupandose. Pero siempre que la criada, que dirige la operacion sin mantener la correa demasiado tirante, considera que se ha alcanzado una etapa particularmente decorativa del proceso -a causa de nuevas superficies ofrecidas a las miradas o de desgarrones de tela casualmente interesantes-, tira de la trenza de cuero murmurando un breve «?Aqui!», que restalla como un latigazo; el animal se echa atras, como a disgusto, y penetra en la sombra, en tanto que la luz, que sigue fija en la cautiva, se ensancha para hacer admirar a esta en su totalidad, ya de cara, ya de espalda, segun el lado que ofrece al publico en ese momento.

En la sala del teatrito se intercambian entonces algunos comentarios, en voz bastante baja y tono comedido. Cuando la actriz es nueva, como esta noche, goza evidentemente de una atencion particular. Algunos espectadores cansados aprovechan, no obstante, para volver al tema que los preocupa: el movimiento de buques, los bancos comunistas, la vida que se lleva hoy dia en Hong Kong. «En las tiendas de los anticuarios -dice el hombre gordo y colorado- siempre se encuentran objetos de esos del siglo pasado que la moral occidental juzga monstruosos.» Luego ha de describir, a titulo de ejemplo, uno de los objetos en cuestion, pero lo hace en voz muy baja, susurrante, mientras pega la boca al oido que tiende hacia el su interlocutor inclinandose. «Ni que decir tiene -anade un poco despues- que ya no es como antes. Aunque, con paciencia, se pueden conseguir las senas de algunas casas de placer clandestinas, que son grandes como palacios y cuyas instalaciones especiales, los salones, los jardines, las camaras secretas, dejan muy atras nuestra imaginacion de europeos.» y luego, sin relacion aparente con lo anterior, se pone a contar la muerte de Edouard Manneret. «?Ese si que era un personaje!», anade a modo de conclusion. Se lleva a los labios la copa de champan, en la que no queda casi nada, y la vacia de un trago echando la cabeza hacia atras, con un movimiento de amplitud excesiva. Y deja la copa en el mantel blanco arrugado cerca de una flor de hibiscus marchita, de color rojo sangre, uno de cuyos petalos queda cogido bajo el disco de cristal que forma la base del pie.

Los dos hombres cruzan despues el salon, donde los ultimos invitados parecen haber sido olvidados en grupitos indecisos; y seguramente se separan casi al instante, ya que la escena que sigue muestra al mas alto de los dos -a quien llaman Johnson o a menudo incluso «el americano», aunque es de nacionalidad inglesa y baron- de pie junto a uno de los anchos ventanales de cortinas corridas, conversando con aquella joven rubia cuyo nombre es Lauren, o Loraine, y unos momentos antes estaba en el sofa rojo al lado de Lady Ava. El dialogo entre ambos es rapido, algo distante, limitado a lo esencial. Sir Ralph (llamado «el americano») no puede evitar un esbozo de sonrisa casi despectiva, ironica en cualquier caso, mientras se inclina con rigidez ante la joven -diriase burlonamente- y le da breves indicaciones sobre lo que quiere de ella. Levantando sus grandes ojos, que hasta entonces mantenia obstinadamente bajos, la muchacha le presenta de pronto su rostro liso de mirada inmensa, aquiescente, rebelde, sumisa, vacia, sin expresion.

En la escena siguiente, estan subiendo por la inmensa escalera de honor, ella de nuevo con los parpados bajos, la nuca inclinada, y sosteniendo con ambas manos, a cada lado, el borde inferior de su vestido blanco de falda muy ancha, que se sube ligeramente para impedir que roce en cada escalon la alfombra roja y negra, cuyas gruesas barras de cobre estan fijadas en los extremos mediante dos solidas anillas y rematadas a cada lado por una pequena pina estilizada, el siguiendola a poca distancia y vigilandola con la mirada, una mirada indiferente, apasionada, fria, que va desde los pies menudos, subidos en altos tacones de aguja, hasta la nuca curvada y los hombros desnudos, cuya carne resplandece con un brillo satinado cuando la joven pasa bajo los candelabros de bronce en forma de lingam de tres brazos que alumbran, uno tras otro, los tramos sucesivos de la escalera. En cada piso monta guardia un criado chino, petrificado en una actitud improbable, rebuscada, como las que se ven en las estatuillas de marfil de los anticuarios de Kowloon; un hombro demasiado subido, un codo hacia adelante, un brazo flexionado con los dedos vueltos hacia el pecho, o las piernas entrecruzadas, o el cuello torcido para mirar en una direccion que contradice el resto del cuerpo, todos tienen los mismos ojos oblicuos, casi entornados, clavados insistentemente en la pareja que se acerca; y, con un movimiento de automata con un mecanismo de relojeria bien graduado, cada uno de ellos, sucesivamente, hace girar su cara de cera muy despacio, de izquierda a derecha, para acompanar a los dos personajes que pasan sin volver la cabeza, prosiguiendo su ascension regular hacia el rellano siguiente, entre los candelabros sucesivos y los hierros verticales que sostienen el pasamano, franqueando de peldano en peldano las barras horizontales que fijan en cada escalon la gruesa alfombra a franjas rojas y negras.

Despues estan en una habitacion decorada en estilo vagamente oriental, apenas alumbrada por lamparas pequenas cuyas pantallas difunden aqui y alla una luz rojiza, mientras la mayor parte de la estancia, de dimensiones bastante amplias queda en la penumbra. Asi ocurre, por ejemplo, en la zona que se extiende cerca de la entrada, donde se ha detenido Sir Ralph tras cerrar la puerta y dar vuelta a la llave en la maciza cerradura de adornos barrocos. Adosado al recio panel de madera como si prohibiera su acceso, mira la habitacion, la cama con columnas tapizada de raso negro y los diversos instrumentos refinados y barbaros que la joven, de pie tambien, pero en una zona un poco mas clara, inmovil y con los ojos puestos en el suelo, se esfuerza por no ver.

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