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Samarcanda - Maalouf Amin - Страница 38


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Decido seguir mi camino sin apresurarme, como si no hubiera oido. Pero resuena un nuevo grito, carabinas que se cargan, pasos. No lo pienso mas y corro a traves de las callejuelas sin mirar hacia atras; me lanzo por los pasajes mas estrechos, mas sombrios; el sol se ha puesto ya, dentro de media hora sera de noche.

Buscaba con mi mente una oracion para poder rezar y solo conseguia repetir «?Dios!, ?Dios!, ?Dios!», insistente imploracion, como si ya estuviera muerto y tamborileara a la puerta del paraiso.

Y la puerta se abrio. La puerta del paraiso. Una puertecilla disimulada en una tapia manchada de barro, en la esquina de una calle. Una mano toco la mia, me agarre a ella, me atrajo hacia si y cerro detras de mi. Yo no podia abrir los ojos de miedo, de sofoco, de incredulidad, de felicidad. Fuera seguia la galopada.

Tres miradas risuenas me contemplaban, tres mujeres con la cabeza tapada con un velo, pero con el rostro descubierto y que me comian con los ojos como a un recien nacido. La de mas edad, unos cuarenta anos, me indico que la siguiera. Al fondo del jardin a donde fui a parar habia una pequena cabana donde me instalo en una silla de mimbre, prometiendome con un gesto que vendria a liberarme. Me tranquilizo con una mueca y una palabra magica: andarun , «casa interior». ?Los soldados no vendrian a registrar donde vivian mujeres!

De hecho, los ruidos de soldados solo se habian acercado para alejarse de nuevo antes de apagarse. ?Como podian saber en cual de las callejuelas me habia volatilizado? El barrio era un laberinto de decenas de pasajes y cientos de casas y jardines y era casi de noche.

Al cabo de una hora me trajeron te negro, me liaron cigarrillos y se entablo una conversacion. Con algunas frases lentas en persa y unas cuantas palabras en frances, se me explico a que debia mi salvacion. En el barrio habia corrido el rumor de que un complice del asesino del shah estaba en el hotel de los extranjeros. Al verme huir, ellas habian comprendido que era yo el heroico culpable y habian querido protegerme. ?Las razones de su actitud? Su marido y padre habia sido ejecutado quince anos antes, injustamente acusado de pertenecer a una secta disidente, los babis , que preconizaban la abolicion de la poligamia, la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el establecimiento de un regimen democratico. Dirigida por el shah y por el clero, la represion fue sangrienta y, ademas de las decenas de miles de babis , muchos inocentes fueron exterminados por la simple denuncia de un vecino. Mi benefactora se quedo sola con dos hijas de tierna edad y desde entonces solo esperaba la hora de la revancha. Las tres mujeres se consideraban honradas de que el heroico vengador hubiera ido a parar a su humilde jardin.

Cuando uno se ve en los ojos de las mujeres corno un heroe ?se tienen realmente deseos de desenganarlas? Yo me persuadi de que seria inoportuno, incluso imprudente, decepcionarlas. En mi dificil combate por la supervivencia necesitaba a esas aliadas, su entusiasmo y su valor, su injustificada admiracion. Por lo tanto, me refugie en un enigmatico silencio que hizo desaparecer sus ultimas dudas.

Tres mujeres, un jardin, un saludable error; podria contar infinitamente los cuarenta irreales dias de esa torrida primavera persa.

Dificilmente se puede ser alli mas extranjero y, por si fuera poco, en el universo de las mujeres de Oriente, donde no habia el menor lugar para mi. Mi benefactora no ignoraba ninguna de las dificultades en las que se habia metido. Estoy seguro de que durante la primera noche, mientras yo dormia en la cabana del fondo del jardin, tendido sobre tres esteras superpuestas, sufrio el mas tenaz de los insomnios, ya que al alba me mando llamar, me hizo sentarme con las piernas cruzadas a su derecha, instalo a sus dos hijas a su izquierda y nos solto un discurso laboriosamente preparado.

Empezo por alabar mi valor y me reitero su alegria por haberme acogido. Luego, tras guardar silencio unos instantes, se puso de pronto a desabrocharse la parte de arriba de su vestido bajo mis atonitos ojos. Enrojeci y mire para otro lado, pero ella me atrajo hacia si. Sus hombros estaban desnudos, asi como sus pechos. Con palabras y con gestos me invito a mamar. Las dos muchachas reventaban de risa para sus adentros, pero la madre se comportaba con la seriedad de los sacrificios rituales. Posando mis labios, lo mas pudicamente del mundo, sobre un pezon y luego sobre el otro, cumpli lo que me ordenaba. Entonces ella se tapo, sin prisa, diciendo con el tono mas solemne:

– Por este gesto te has convertido en mi hijo, como si hubieras nacido de mi carne.

Luego, volviendose hacia sus hijas, que habian dejado de reirse, les anuncio que de ahi en adelante debian actuar conmigo como si yo fuera su propio hermano.

En aquel momento la ceremonia me parecio conmovedora, pero grotesca. Sin embargo, al pensar en ella de nuevo, descubri toda la sutileza del Oriente. En efecto, para esa mujer mi situacion era embarazosa. No habia dudado en echarme una mano caritativa, con peligro de su vida, y me habia ofrecido la hospitalidad mas incondicional. Al mismo tiempo, la presencia de un extranjero, un hombre joven, codeandose con sus hijas noche y dia, solo podia provocar, un dia u otro, cualquier incidente. ?Que mejor que soslayar la dificultad por el gesto ritual de la adopcion simbolica? Desde ese momento yo podia circular a mi antojo por la casa, acostarme en la misma habitacion, dar a mis «hermanas» un beso en la frente; estabamos todos protegidos y fuertemente sostenidos por la ficcion de la adopcion.

Otros se hubieran sentido cogidos en una trampa por esa escenificacion. Yo, por el contrario, me sentia reconfortado. Aterrizar en un planeta de mujeres y por ociosidad, por promiscuidad, encontrarse entablando una relacion apresurada con una de las tres anfitrionas; ingeniarselas poco a poco para evitar a las otras dos, para esquivar su vigilancia, para excluirlas; granjearse, indefectiblemente, su hostilidad, encontrarse uno mismo excluido, avergonzado, contrito por haber turbado, entristecido o decepcionado a unas mujeres que habian sido poco menos que providenciales, era una sucesion de hechos que habrian correspondido muy poco con mi temperamento. Ni que decir tiene que yo jamas habria sabido urdir, con mi mente de occidental, lo que esa mujer supo encontrar en el inagotable arsenal de las prescripciones de su fe.

Como por milagro, todo se volvio simple, limpido y puro. Decir que el deseo habia muerto seria mentir; todo en nuestras relaciones era eminentemente carnal y sin embargo, lo repito, eminentemente puro. De este modo vivi momentos de paz indolente en la intimidad de esas mujeres, sin velos ni excesivos pudores, en el corazon de una ciudad donde probablemente yo era el hombre mas buscado.

Con el paso del tiempo, veo mi estancia entre ellas como un momento privilegiado, sin el cual mi adhesion a Oriente se habria truncado o seguiria siendo superficial. A ellas les debo los inmensos progresos que hice entonces en la comprension y utilizacion del persa usual. Aunque el primer dia mis anfitrionas hicieron el loable esfuerzo de juntar algunas palabras de frances, de ahi en adelante todas nuestras conversaciones se desarrollaron en la lengua del pais. Conversaciones animadas o indolentes, sutiles o crudas, a veces incluso escabrosas, puesto que en mi calidad de hermano mayor, y siempre que permaneciera fuera de los limites del incesto, podia permitirme todo. Lo que era jocoso era licito, incluidas las demostraciones de afecto mas teatrales.

?Habria conservado su encanto la experiencia si se hubiera prolongado? No lo sabre jamas, ni me interesa saberlo. Un acontecimiento, por desgracia demasiado previsible, vino a ponerle fin, una visita normal y corriente, la de los abuelos.

De ordinario yo permanecia lejos de las puertas de entrada, la del biruni que lleva al alojamiento de los hombres y que es la puerta principal, y la del jardin, por la que habia entrado. A la primera alerta me eclipsaba. Esta vez, por inconsciencia, por exceso de confianza, no oi llegar a la anciana pareja. Estaba sentado con las piernas cruzadas en la habitacion de las mujeres fumando tranquilamente desde hacia dos largas horas un kalyan preparado por mis «hermanas» y me habia adormilado alli mismo, con la pipa en la boca y la cabeza apoyada contra la pared, cuando un carraspeo de hombre me desperto sobresaltado.

XXXI

P ara mi madre adoptiva, que llego algunos segundos demasiado tarde, la presencia de un varon europeo en el corazon de sus apartamentos tenia que explicarse rapidamente. Antes que empanar su reputacion o la de sus hijas, eligio decir la verdad, en un tono que quiso fuera de lo mas patriotico y triunfante. ?Quien era ese extranjero? ?Nada menos que el farangui que toda la policia buscaba, el complice de aquel que habia matado al tirano y vengado asi a su martir marido!

Un momento de vacilacion y luego cayo el veredicto. Se me felicitaba, se alababa mi valor, asi como el de mi protectora. Es verdad que, frente a una situacion tan incongruente, su explicacion era la unica plausible. Aunque mi languida postura, en pleno corazon del andarun , fuera algo comprometedora, podia explicarse facilmente por la necesidad de sustraerme a las miradas.

El honor se habia salvado, pues, pero estaba claro que debia irme ya. Dos caminos se me ofrecian. El mas evidente era salir disfrazado de mujer y caminar hasta la Legacion americana; en resumen, proseguir el camino interrumpido algunas semanas antes. Pero «mi madre» me disuadio de ello. Habia hecho una ronda exploratoria y se habia percatado de que todas las callejuelas que llevaban a la Legacion estaban controladas. Ademas, al ser de bastante estatura, un metro ochenta y tres, mi disfraz de mujer persa no enganaria a ningun soldado por poco observador que fuera.

La otra solucion era, siguiendo los consejos de Yamaleddin, enviar un mensaje de socorro a la princesa Xirin. Hable de ella a mi «madre», que lo aprobo; habia oido hablar de la nieta del shah asesinado. Se la consideraba sensible a los sufrimientos de los pobres; me propuso llevarle una carta. El problema era encontrar las palabras que podria dirigirle, palabras que fueran suficientemente explicitas pero que no me traicionaran si caian en otras manos. No podia mencionar mi nombre ni el del Maestro. Me contente, pues, con escribir en una hoja de papel la unica frase que me dijo una vez: «Nunca se sabe, nuestros caminos podrian cruzarse.»

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