Выбери любимый жанр

Anaconda - Quiroga Horacio - Страница 18


Изменить размер шрифта:

18

Pasaron asi diez, quince horas, todas iguales. Lamiendo el bosque o las pajas del litoral, la canoa remontaba imperceptiblemente la inmensa y luciente avenida de agua, en la cual la diminuta embarcacion, rasando la costa, parecia bien pobre cosa.

El matrimonio estaba en perfecto tren, y no eran remeros a quienes catorce o dieciseis horas de remo podian abatir. Pero cuando ya a la vista de Santa Ana se disponian a atracar para pasar la noche, al pisar el barro el hombre lanzo un juramento y salto a la canoa: mas arriba del talon, sobre el tendon de Aquiles, un agujero negruzco, de bordes lividos y ya abultados, denunciaba el aguijon de la raya.

La mujer sofoco un grito.

– ?Que…? ?Una raya?

El hombre se habia cogido el pie entre las manos y lo apretaba con fuerza convulsiva.

– Si…

– ?Te duele mucho? -agrego ella, al ver su gesto. Y el, con los dientes apretados:

– De un modo barbaro…

En esa aspera lucha que habia endurecido sus manos y sus semblantes, habian eliminado de su conversacion cuanto no propendiera a sostener su energia. Ambos buscaron vertiginosamente un remedio. ?Que? No recordaba nada. La mujer de pronto recordo: aplicaciones de aji macho, quemado.

– ?Pronto, Andres! -exclamo recogiendo los remos-. Acuestate en popa: voy a remar hasta Santa Ana.

Y mientras el hombre, con la mano siempre aferrada al tobillo, se tendia en popa, la mujer comenzo a remar.

Durante tres horas remo en silencio, concentrando su sombria angustia en un mutismo desesperado, aboliendo de su mente cuanto pudiera restarle fuerzas. En popa, el hombre devoraba a su vez su tortura, pues nada hay comparable al atroz dolor que ocasiona la picadura de una raya, sin excluir el raspaje de un hueso tuberculoso. Solo de vez en cuando dejaba escapar un suspiro que a despecho suyo se arrastraba al final en bramido. Pero ella no lo oia o no queria oirlo, sin otra senal de vida que las miradas atras para apreciar la distancia que faltaba aun.

Llegaron por fin a Santa Ana; ninguno de los pobladores de la costa tenia aji macho. ?Que hacer? Ni sonar siquiera en ir hasta el pueblo. En su ansiedad la mujer recordo de pronto que en el fondo del Teyucuare, al pie del bananal de Blosset y sobre el agua misma, vivia desde meses atras un naturalista aleman de origen, pero al servicio del Museo de Paris. Recordaba tambien que habia curado a dos vecinos de mordeduras de vibora, y era, por tanto, mas que probable que pudiera curar a su marido.

Reanudo, pues, la marcha, y tuvo lugar entonces la lucha mas vigorosa que pueda entablar un pobre ser humano -?una mujer!- contra la voluntad implacable de la Naturaleza.

Todo: el rio creciendo y el espejismo nocturno que volcaba el bosque litoral sobre la canoa, cuando en realidad esta trabajaba en plena corriente a diez brazas; la extenuacion de la mujer y sus manos, que mojaban el puno del remo de sangre y agua serosa; todo: rio, noche y miseria la empujaban hacia atras.

Hasta la boca del Yabebiri pudo aun ahorrar alguna fuerza; pero en la interminable cancha desde el Yabebiri hasta los primeros cantiles del Teyucuare, no tuvo un instante de tregua, porque el agua corria por entre las pajas como en el canal, y cada tres golpes de remo levantaban camalotes en vez de agua; los cuales cruzaban sobre la proa sus tallos nudosos y seguian a la rastra, por lo cual la mujer debia ir a arrancarlos bajo el agua. Y cuando tornaba a caer en el banco, su cuerpo, desde los pies a las manos, pasando por la cintura y los brazos era un unico y prolongado sufrimiento.

Por fin, al norte, el cielo nocturno se entenebrecia ya hasta el cenit por los cerros del Teyucuare, cuando el hombre, que desde hacia un rato habia abandonado su tobillo para asirse con las dos manos a la borda, dejo escapar un grito.

La mujer se detuvo. -?Te duele mucho?

– Si… -respondio el, sorprendido a su vez y jadeando-. Pero no quise gritar. Se me escapo.

Y agrego mas bajo, como si temiera sollozar si alzaba la voz:

– No lo voy a hacer mas…

Sabia muy bien lo que era en aquellas circunstancias y ante su pobre mujer realizando lo imposible, perder el animo. El grito se le habia escapado, sin duda, por mas que alla abajo, en el pie y el tobillo, el atroz dolor se exasperaba en punzadas fulgurantes que lo enloquecian.

Pero ya habian caido bajo la sombra del primer acantilado, rasando y golpeando con el remo de babor la dura mole que ascendia a pico hasta cien metros. Desde alli hasta la restinga sur del Teyucuare el agua esta muerta y hay remanso a trechos. Inmenso desahogo del que la mujer no pudo disfrutar, porque de popa se habia alzado otro grito. La mujer no volvio la vista. Pero el herido, empapado en sudor frio y temblando hasta los mismos dedos adheridos al liston de la borda, no tenia ya fuerza para contenerse, y lanzaba un nuevo grito.

Durante largo rato el marido conservo un resto de energia, de valor, de conmiseracion por aquella otra miseria humana, a la que robaba de ese modo sus ultimas fuerzas, y sus lamentos rompian de largo en largo. Pero al fin toda su resistencia quedo deshecha en una papilla de nervios destrozados, y desvariado de tortura, sin darse el mismo cuenta, con la boca entreabierta para no perder tiempo, sus gritos se repitieron a intervalos regulares y acompasados en un ?ay! de supremo sufrimiento.

La mujer, entretanto, el cuello doblado, no apartaba los ojos de la costa para conservar la distancia. No pensaba, no oia, no sentia: remaba. Solo cuando un grito mas alto, un verdadero clamor de tortura rompia la noche, las manos de la mujer se desprendian a medias del remo.

Hasta que por fin solto los remos y echo los brazos sobre la borda.

– No grites… -murmuro.

– ?No puedo! -clamo el-. Es demasiado sufrimiento. Ella sollozaba:

– ?Ya se…! ?Comprendo…! Pero no grites… ?No puedo remar!

– Comprendo tambien… ?Pero no puedo! ?Ay…!

Y enloquecido de dolor y cada vez mas alto:

– ?No puedo! ?No puedo! ?No puedo!

La mujer quedo largo rato aplastada sobre los brazos, inmovil, muerta. Al fin se incorporo y reanudo muda la marcha.

Lo que la mujer realizo entonces, esa misma mujercita que llevaba ya dieciocho horas de remo en las manos, y que en el fondo de la canoa llevaba a su marido moribundo, es una de esas cosas que no se tornan a hacer en la vida. Tuvo que afrontar en las tinieblas el rapido sur del Teyucuare, que la lanzo diez veces a los remolinos del canal. Intento otras

diez veces sujetarse al penon para doblarlo con la canoa a la rastra, y fracaso. Torno al rapido, que logro por fin incidir con el angulo debido, y ya en el se mantuvo sobre su lomo treinta y cinco minutos remando vertiginosamente para no derivar. Remo todo ese tiempo con los ojos escocidos por el sudor que la cegaba, y sin poder soltar un solo instante los remos. Durante esos treinta y cinco minutos tuvo a la vista, a tres metros, el penon que no podia doblar, ganando apenas centimetros cada cinco minutos, y con la desesperante sensacion de batir el aire con los remos, pues el agua huia velozmente.

Con que fuerzas, que estaban agotadas; con que increible tension de sus ultimos nervios vitales pudo sostener aquella lucha de pesadilla, ella menos que nadie podria decirlo. Y sobre todo si se piensa que por unico estimulante, la lamentable mujercita no tuvo mas que el acompasado alarido de su marido en popa.

El resto del viaje -dos rapidos mas en el fondo del golfo y uno final al costear el ultimo cerro, pero sumamente largo- no requirio un esfuerzo superior a aquel. Pero cuando la canoa embico por fin sobre la arcilla del puerto de Blosset, y la mujer pretendio bajar para asegurar la embarcacion, se encontro de repente sin brazos, sin piernas y sin cabeza -nada sentia de si misma, sino el cerro que se volcaba sobre ella-; y cayo desmayada.

– ?Asi fue, senor! Estuve dos meses en cama, y ya vio como me quedo la pierna. ?Pero el dolor, senor! Si no es por esta, no hubiera podido contarle el cuento, senor -concluyo poniendole la mano en el hombro a su mujer.

La mujercita dejo hacer, riendo. Ambos sonreian, por lo demas, tranquilos, limpios y establecidos por fin con un boliche lucrativo, que habia sido su ideal.

Y mientras quedabamos de nuevo mirando el rio oscuro y tibio que pasaba creciendo, me pregunte que cantidad de ideal hay en la entrana misma de la accion, cuando prescinde en un todo del movil que la ha encendido, pues alli, tal cual, desconocido de ellos mismos, estaba el heroismo a la espalda de los miseros comerciantes.

18
Перейти на страницу:

Вы читаете книгу


Quiroga Horacio - Anaconda Anaconda
Мир литературы

Жанры

Фантастика и фэнтези

Детективы и триллеры

Проза

Любовные романы

Приключения

Детские

Поэзия и драматургия

Старинная литература

Научно-образовательная

Компьютеры и интернет

Справочная литература

Документальная литература

Религия и духовность

Юмор

Дом и семья

Деловая литература

Жанр не определен

Техника

Прочее

Драматургия

Фольклор

Военное дело