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¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер - Страница 62


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«-¿Cómo va eso? -le preguntaba-. ¿Cómo van tus piernas, chico?

»-Muy bien, Pilar -contestaba, sin abrir los ojos.

»-¿Quieres que te dé masaje en el pecho?

»-No, Pilar; no me toques ahí, por favor.

»-¿Y en los muslos?

»-No, me hacen mucho daño.

»-Pero si los froto con linimento se calentarán y te dolerán menos.

»-No, Pilar, gracias; prefiero que no me toques ahí.

»-Voy a lavarte con alcohol.

»-Sí, eso sí; pero con mucho cuidado..

- Has estado formidable en el último toro -le decía..

- Sí, le he matado muy bien.»

Luego, después de lavarle y taparle con una sábana, se tumbaba ella junto a él en la cama y él le tendía una mano morena. Y, cogiéndole la mano, le decía: «Eres mucha mujer, Pilar.» Era la única «broma» que se permitía y, generalmente, después de la corrida, se dormía y ella se quedaba allí, acostada, apretando la mano de Finito entre las suyas y oyéndole respirar.

A veces, durmiendo tenía miedo; advertía que su mano se crispaba y veía que el sudor perlaba su frente. Si se despertaba, ella le decía: «No es nada. No es nada.» Y se volvía a dormir. Estuvo con él cinco años, y jamás en todo ese tiempo le engañó, o casi nunca. Y luego, después del entierro, se juntó con Pablo, que era el que llevaba al ruedo los caballos de los picadores y que se parecía a los toros que Finito se había pasado la vida matando. Pero nada duraba; ni la fuerza del toro ni el valor del torero; lo veía en aquellos momentos. ¿Qué era lo que duraba? «Yo duro -pensó-. Sí, duro; pero ¿para qué?»

- María -dijo-, ten cuidado con lo que haces. Es un fuego de cocina lo que estás haciendo. No estás prendiendo fuego a una ciudad.

En aquel momento apareció el gitano en el umbral. Estaba cubierto de nieve y se quedó allí con la carabina en la mano, pateando para quitarse la nieve de los pies.

Robert Jordan se levantó y se acercó a él.

- ¿Qué hay? -dijo al gitano.

- Guardias de seis horas, de dos hombres a la vez en el puente grande -dijo el gitano-. Hay ocho hombres y un cabo en la casilla del peón caminero. Aquí tienes tu cronómetro.

- ¿Y el puesto del aserradero?

- Allí está el viejo. Puede observar el puesto y la carretera al mismo tiempo.

- ¿Y la carretera? -preguntó Robert Jordan.

- El movimiento de siempre -contestó el gitano-. Nada extraordinario. Pasaron varios coches.

El gitano parecía helado, y su atezada cara estaba rígida por el frío y tenía las manos rojas. Sin entrar todavía en la cueva, se quitó su chaqueta y la sacudió. «

- Me quedé hasta que relevaron la guardia -dijo-. La relevaron a mediodía y a las seis. Es una guardia muy larga. Me alegro de no estar en su ejército.

- Vamos ahora a buscar al viejo -dijo Robert Jordan, poniéndose su chaquetón de cuero.

- No seré yo -contestó el gitano-. Ahora me tocan a mí el fuego y la sopa caliente. Le explicaré a alguno de éstos dónde está el viejo, para que te lleve allí. ¡Eh, holgazanes! -gritó a los hombres sentados junto a la mesa-. ¿Quién quiere servir de guía al inglés para ir hasta donde se encuentra el viejo?

- Yo voy -dijo Fernando, levantándose-. Dime dónde está.

- Oye -dijo el gitano-. Está… -Y le explicó dónde estaba apostado el viejo.

Capítulo quince

Anselmo estaba acurrucado al arrimo de un árbol; la nieve le pasaba silbando por los oídos. Se apretaba contra el tronco, metiendo las manos en las mangas de su chaqueta y hundiendo la cabeza entre los hombros todo lo que podía. «Si me quedo aquí mucho tiempo, me helaré -pensaba-, y eso no servirá de nada. El inglés me ha dicho que me quede hasta que me releven, pero cuando me lo dijo no sabía que iba a haber esta tormenta. No ha habido movimiento anormal en la carretera y conozco la disposición y el horario del puesto del aserradero. Debiera volverme ahora al campamento. Cualquier persona con sentido común me diría que debo volver ahora al campamento. Pero voy a esperar un poco, y luego volveré al campamento. Es el inconveniente de las órdenes demasiado rígidas. No se prevé nada para el caso en que cambie la situación.» Se frotó los pies, uno contra otro. Lúego sacó las manos de las mangas de la chaqueta, se echó hacia delante, se frotó las piernas y se dio un pie contra otro para avivar la circulación. Hacía menos frío en aquel sitio al abrigo del viento y al amparo del árbol, pero tendría que ponerse pronto a caminar.

Estando allí acurrucado, frotándose los pies, oyó venir un coche por la carretera. Era un coche que llevaba cadenas, y uno de los anillos estaba suelto y golpeaba contra el suelo. Subía por la carretera cubierta de nieve, pintado de verde y castaño, a manchas irregulares, con las ventanillas pintarrajeadas de azul para ocultar el interior, aunque con un semicírculo transparente que permitía a sus ocupantes ver desde dentro. Era un Rolls Royce, de dos años atrás, un coche de ciudad camuflado para el uso del Estado Mayor. Pero Anselmo no lo sabía. No podía ver en el interior los tres oficiales envueltos en sus capotes. Dos en el asiento del fondo y uno sobre el asiento plegable. Cuando el coche pasó por donde estaba Anselmo, el oficial del asiento plegable miró por el semicírculo abierto en el azul del vidrio. Pero Anselmo no se dio cuenta. Ninguno de los dos vio al otro.

El coche pasó sobre la nieve por debajo del punto exacto en donde se encontraba Anselmo. Anselmo vio al conductor con la cara enrojecida y el casco de acero, que apenas salía del grueso capote en que iba envuelto; vio el cañón de la ametralladora que llevaba el soldado sentado junto al conductor. Luego el coche desapareció y Anselmo, rebuscando en en interior de su chaqueta, sacó del bolsillo de la camisa dos hojitas arrancadas del carnet de Robert Jordan e hizo una señal frente al dibujo que representaba un coche. Era el décimo coche que subía por la carretera aquel día. Seis habían vuelto a bajar. Cuatro estaban arriba todavía. Todo ello no tenía nada de anormal, pero Anselmo no distinguía entre los Ford, los Fiat, los Opel, los Renault y los Citroen del Estado Mayor de la división que guarnecía los puertos y la línea de montañas, y los Rolls Royce, los Lancia, los Mercedes y los Isotta, del Cuartel General. Esa distinción la hubiera hecho Robert Jordan de haber estado en el puesto del viejo, y habría comprendido la significación de los coches que subían. Pero Robert Jordan no estaba allí, y el viejo no podía hacer más que señalar sencillamente en aquella hoja de papel cada coche que subía por la carretera.

Anselmo tenía tanto frío en aquellos momentos, que resolvió regresar al campamento antes que llegara la noche. No tenía miedo de perderse, pero pensaba que era inútil permanecer más tiempo allí. El viento soplaba cada vez más frío y la nieve no menguaba. No obstante, cuando se puso en pie, pateando y mirando a la carretera al través de la capa espesa de copos, no se decidió todavía a ponerse en marcha, sino que se quedó allí apoyado contra la parte más resguardada del tronco del pino, esperando.

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