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Ruslán y Liudmila - Pushkin Alejandro Sergeevich - Страница 8


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A causa del estornudo el caballo de Ruslán se encabrita relinchando, y salta con tal violencia, que a duras penas puede sostenerse el guerrero sobre la silla.

En aquel momento se deja oír la voz de la Cabeza:

—¿A dónde vas, imprudente guerrero? ¡Vuelve atrás! ¿O no sabes que no tolero bromas y que me tragaré al osado que quiera jugar conmigo?

Ruslán la mira con desprecio, detiene el caballo y sonríe lleno de arrogancia.

—¿Qué quieres de mí? —prosigue la Cabeza—. ¡Qué extraño visitante me envía el destino!

E, indignándose, le grita:

—¡Fuera de aquí! Es de noche y quiero dormir. ¡Márchate!

Pero el valiente guerrero, al oír tan descorteses palabras, e indignándose a su vez, le contesta:

—¡Cállate, cráneo vacío! Sé de un proverbio que dice: "Frente grande, pocos! sesos" y otro conozco aún que dice así: "Voy con cuidado, pero no doy cuartel a quien me planta cara".

Enmudece entonces la Cabeza y tórnase roja de furor; lanzan fuego sus ojos que se llenan de sangre; sus labios tiemblan y se cubren de espuma; de su boca y de sus oídos se escapan nubes de vapor; y con tremenda violencia sopla sobre el príncipe.

En vano procura el caballo resistir haciendo frente a la tromba con su pecho; es arrastrado por un huracán mezclado con lluvia y queda rodeado de tinieblas. Cegado, atemorizado y sin fuerzas, corre a campo traviesa, sin encontrar el camino, con la esperanza de salvarse y de descansar lejos de allí.

Pero el guerrero lo obliga a regresar.

Y les aguarda la misma suerte; otra vez es rechazado el guerrero. Pierde ya la esperanza de triunfar.

Mientras tanto, la Cabeza se burla de él riendo a carcajadas.

—¡Ja, ja! ¡Vaya un héroe! ¡Vaya un guerrero!... ¡Eh! ¿A dónde vas tan aprisa? ¡Aguarda! ¡Párate! ¡Sé valiente, buen guerrero, e intenta cuando menos alcanzarme con tu lanza antes de que se te muera el caballo!

Y al decir esto, le enseña burlonamente su horrible lengua.

Ruslán, profundamente ofendido, pero no dejando traslucir su indignación, primero la amenaza blandiendo la lanza sin decir palabra, y luego, escogiendo un momento que le parece propicio, la arroja con gran fuerza. El arma tiembla, vuela y se hunde en la lengua de la que sale en el acto un torrente de sangre.

La Cabeza, sorprendida y atormentada por un inmenso dolor, pierde su anterior arrogancia, mira con asombro al intrépido guerrero y palidece de rabia mordiendo el hierro de la lanza.

Aprovechando la ocasión, nuestro valiente guerrero salta como un azor hacia la Cabeza, y con su diestra poderosa, armada con el guante de hierro, le da un tremendo bofetón.

El eco repite el golpe, que resuena por toda la amplitud de la estepa. La sangre mancha la hierba en torno a la Cabeza, que se tambalea y rueda, haciendo sonar con estrépito su casco.

Entonces, en el lugar que ocupaba aquélla, ve el guerrero una enorme espada. La coge sonriendo y se precipita sobre la Cabeza con la terrible intención de cortarle la nariz y las orejas.

Ya levanta la mano. La espada centellea.

Pero se para al oír el gemido lastimero y suplicante de la Cabeza.

Baja la espada. Desaparecen su ira y su afán vengativo, ablandados por la súplica.

Así se derrite el hielo en los campos bajo el sol del mediodía.

*

—Tu mano, ¡oh héroe!, me ha hecho comprender —dijo la Cabeza, suspirando— que soy culpable ante ti. Desde ahora me someto, pues, a tu voluntad. ¡Pero sé magnánimo, guerrero! Mi suerte merece, en verdad, tu compasión.

En mis tiempos yo también fui un guerrero valeroso, y jamás encontré quien me superara en las batallas. Y hoy seguiría siendo feliz si no hubiera tenido un rival en la persona de mi hermano menor. ¡Oh. sanguinario y vengativo Chernomor! ¡Tú eres el culpable de todas mis desdichas! ¡Tú que naciste enano y con una barba descomunal, has sido la deshonra de toda nuestra familia!

Desde pequeño sintióse él envidioso de mi gigantesca estatura y por ello me empezó a odiar desde la infancia. Yo era grande, pero en extremo confiado; y aquel infeliz, a pesar de su ridícula pequeñez, pues se trataba de un auténtico enano, era listo como el propio diablo.

Debes saber, además, que toda su fuerza reside en su barba milagrosa, y desdeña los peligros porque sabe el malvado que a nadie puede temer mientras conserve intacta su barba.

Pero una vez, fingiéndome amistad, me dijo:

"Oye, no me niegues un favor. He descubierto en unos libros que tras unas montañas, allá en Oriente, en las apacibles orillas del mar, y guardada tras pesados cerrojos, en un sótano oscuro, hay una espada. Pues bien: las líneas secretas de aquel libro me han revelado que dicha espada nos debe ser fatal por designio del cielo, y que por ella hemos de perecer, cortándome a mí la barba y a ti la cabeza. Y con esto puedes ya comprender lo importante que es para nosotros apoderarnos de este engendro de los espíritus malignos."

"Bueno", dije yo al enano, "no veo en ello inconveniente ni dificultad alguna. Me tienes dispuesto a hacerlo. ¡Iré a buscarla hasta el fin del mundo si es preciso!"

Arranqué un pino, me lo cargué sobre uno de mis hombros, e hice sentarse a mi hermano sobre el otro, para que me pudiera servir de consejero.

Así emprendí la marcha. Al principio todo fue bien, gracias a Dios, a pesar de los malos augurios. En efecto, tras las lejanas montañas, descubrimos el sótano en cuestión. Excavé en él con mis manos y encontré la espada allí escondida.

Pero —y aquello estaba escrito ya— surgió entre nosotros una disputa, cuyo motivo era el siguiente: ¿Quién debía quedarse con la espada?

Yo persuadía, mi hermano se indignaba, y así discutimos largo rato. Pero por fin inventó el muy astuto una celada y fingió calmarse.

"Dejemos de discutir inútilmente", me dijo, lleno de gravedad Chernomor, "discutiendo, lograremos sólo debilitar nuestra alianza. La razón nos aconseja que vivamos en paz. Así es que mejor será que lo sometamos todo a la suerte, para que ésta decida a cuál de los dos debe pertenecer la espada. Vamos a echarnos, pues, en tierra y a escuchar pegando el oído al suelo (¡qué cosa no es capaz de inventar el odio!) y el que primeramente oiga un ruido, aquél será dueño de la espada hasta su muerte".

Y dicho esto se echó a tierra. Y yo, ¡tonto de mí!, imité su ejemplo.

Permanezco echado, pero no oigo nada, aunque empiezo a pensar en engañarle.

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